Apretaba el calor en mayo de 1983. Madrid había iniciado ya esa metamorfosis cíclica que prepara a la capital, cada primavera, para un verano lento y soporífero. La perspectiva de tres meses enclaustrado en una ciudad vacía por el éxodo al pueblo o a la playa convertía en un suplicio las últimas clases del estudiante Michel Figuera. El profesor se afanaba en resumir, por tercera o cuarta vez, la relación de contenidos de la evaluación final de Veterinaria. Enumeraba los temas. Paseaba, midiendo los pasos, de un lado al otro del aula. Hasta que de pronto cortó la retahíla y se detuvo en seco: «¿Qué está dibujando, Figuera? ¿Qué tontería es ésa? ¿Le parece bonito?». El alumno, algo abochornado, optó por levantarse y salir de clase. Sobre la mesa quedó un boceto, bastante precario, de lo que parecía una enorme tabla de windsurf.
Michel no volvió nunca a la universidad. Cargó los trastos en su R5 y se marchó a Tarifa, a dejarse arrastrar definitivamente por una obsesión que había nacido dos años antes, cuando visitó el pueblecito gaditano por primera vez y se dio cuenta de que la meca del viento no estaba en Hawai, como defendían a capa y espada las revistas anglosajonas, sino a escasos kilómetros del Estrecho de Gibraltar.
Tarifa, por entonces, se debatía entre su pasado agrícola y pesquero -que dejaba a sus habitantes un escueto margen de ganancias- y la promesa del turismo de masas, elevada a los altares en la cercana Costa del Sol, pero que se había topado en la zona con un escollo insalvable: rachas imprevistas de Poniente duro, o molestas levanteras que impedían, siquiera, tender la toalla. «Las familias venían a los Lances, o a Valdevaqueros, y se iban cabreadas porque en dos semanas de vacaciones el Levante no les había dado una tregua», recuerda el historiador Ildefonso Sena. 360 días sometidos a los caprichos del aire.
Todo el mundo, empezando por las autoridades, entendía el viento como un problema, pero a casi nadie se le había ocurrido la posibilidad de convertirlo en un producto propio, en una especie de santo y seña, en una marca capaz de distinguir Tarifa del resto de los destinos que ofrecían completos paquetes de sol y playa, aunque fuera a costa de sembrar el litoral de oscuras moles de cemento.
«Teníamos y tenemos unas playas preciosas, accesibles, un entorno natural de primer orden y el incentivo añadido de la conexión con Marruecos; y, sin embargo, aquí apenas había hoteles, ni restaurantes, y los tarifeños pensábamos, con razón, que la culpa de que nos estuviéramos quedando descolgados del tren del desarrollo turístico la tenía el viento», explica Sena.
Pero, a finales de los 70, dos surfistas americanos llamados Horgan y Stanley decidieron recuperar y perfeccionar una idea que en 1920 había patentado Tom Blake: colocar un aparejo de vela en sus tablas y aprovechar el impulso del viento para maniobrar sobre las olas. Los Kaiula Kids (bautizados así en honor a la playa en la que habían probado sus primeros prototipos) estaban cambiando, sin saberlo, el futuro de una pequeña localidad situada al otro del Océano.
Windsurf... ¿qué es eso?
Cuando Michel Figueras llegó a Tarifa, después de aquella saludable bronca del profesor Serrano, la palabra 'windsurf' era un arcano indescifrable para los habitantes del pueblo. Las estampas de Tarifa, con sus casas blancas refulgiendo bajo el sol y sus calles estrechas y empedradas, parecían guardar celosamente las esencias del Sur. «Pero no había infraestructuras. Los deportes de viento se estaban extendiendo por Europa, atraían cada vez a más jóvenes de clase media y alta dispuestos a gastarse su dinero en unas vacaciones dedicadas a practicar windsurf, aunque tuvieran que alojarse en casas alquiladas y arriesgarse a que, ya en el mar, un accidente los dejara secos, porque tampoco había socorristas», cuenta Figueras.
Él mismo, con la modesta pretensión de costearse los meses de entrenamiento, abrió la veda. «Monté la primera tienda de tablas y equipos, aunque estuve dos años viviendo en un cámping, hasta que el volumen de visitantes creció lo suficiente como para hacer rentable el asunto».
A mediados de los 80, el goteo de windsurfistas se convirtió en una riada imparable. Es lo que Ildefonso Sena llama -medio en broma, medio en serio- «las invasiones bárbaras». Medio en broma porque aquellas 'hordas' llegaron con la cartera repleta, y convencieron al pueblo de que el viento podía impulsar más de una línea de negocio: no todos eran 'hippys' que dormían al raso, comían bocadillos y se aseaban en las fuentes dulces de los pinares. También los había exquisitos y pudientes, que se alojaban en hoteles, pagaban a buen precio las delicias de la gastronomía local y, además, exigían una oferta complementaria de ocio nocturno. Medio en serio porque el desembarco no fue pasajero, y muchos de esos fanáticos del 'wind' acabaron por quedarse en Tarifa, transformando su paisaje social.
Antonio Gil, recepcionista del Hotel La Mirada, tenía 20 años cuando se consumó «la gran invasión». «Para los que éramos jóvenes, la revolución fue doble: por una parte, comenzamos a estudiar las formas de rentabilizar el fenómeno, a construirnos un futuro relacionado con el turismo de viento; por otra, nos encontramos, de golpe y porrazo, con cientos de chicos y chicas de calendario, rubios y rubias de ojos claros, relajados y felices, predispuestos a la diversión, en el sentido más amplio de la palabra». «No es que esto fuera una película de Pajares y Esteso, pero casi...», confiesa.
Como dice Javier Mohedano, actual delegado de Turismo de Tarifa, «la transformación no sólo fue económica, sino estética». «Estos deportes generan un universo completo a su alrededor, marcan unos patrones de comportamiento muy definidos: el mismo tipo de ropa, la misma cultura chill out, la devoción por la playa, las teterías, los chiringuitos sofisticados...».
Ésa es la explicación de que en Tarifa no hubiera un 'boom' de grandes hoteles, centros comerciales o macrodiscotecas. La transformación fue más sutil, y vino impuesta por el 'efecto llamada' del viento. «El nombre del pueblo comenzó a sonar fuera, y acabó atrayendo a gente que nada tenía que ver con el wind, pero que se quedó enganchada a los paisajes, al cicloturismo, o al ambiente, muy movido y, a la vez, muy tranquilo», cuenta Paola Moreno, delegada de Playas, que calcula que en verano la población de Tarifa se multiplica por cinco, hasta superar los 100.000 habitantes.
A la vez, algunos visionarios empezaron a tomarse en serio el 'merchandising' derivado de la marca 'Tarifa'. La idea, a la postre muy rentable, consistía en distinguir la ropa surfera que se diseñaba y vendía en la localidad con un marchamo exclusivo. «Queríamos crear un icono», relata Herbert Newman, fundador de El Niño, «aunque es cierto que el éxito que obtuvimos nos desbordó». Las camisetas de colores chillones, cómodas y deportivas, con el logo de la empresa, aparecieron un buen día en televisión, de la mano de algún ídolo juvenil, y las ventas se dispararon. El pasado año, el rendimiento bruto de la marca superó los 31 millones de euros, gracias, entre otras cosas, a sus 16 franquicias y 800 puntos de venta, algunos fuera de España. Mala Mujer y Tarifa Piratas, entre otras, han seguido la estela de este fenómeno textil.
Hoy por hoy, el pueblo es una extraña mezcla de estilos: el modo de vida surfer 'made in California', el influjo árabe, el rollito hippy y a la vez 'cool', conviven con las raíces andaluzas de siempre. Los pequeños colmados, las fruterías de barrio y las tascas de viejo comparten las calles con los puestos de artesanía marroquí, los talleres de reparación de tablas y las tiendas de ropa de marca. Las cofradías de pescadores y las academias de wind se reparten las aceras. No hay choque, conflicto ni estridencias.
Las cinco pensiones que en 1984 acogían a los turistas continúan abiertas, aunque compiten con una docena de hoteles de todas las categorías. Más de 30 empresas ofrecen, de invierno a verano, cursos intensivos. Los 13 campeonatos mundiales que Tarifa ha acogido desde 1988 han servido para propagar la buena nueva del viento a tiempo completo por todo el globo. Los grandes nombres del windsurf y del kite (Abel Lago, Kari Schivewag, Gisela Pulido, Cristopher Ferrareto) han instalado en el pueblo su base de operaciones.
Cada año, miles de fanáticos de la tabla y la vela peregrinan hasta este rincón del Estrecho en busca del golpe de aire perfecto. «Al fin y al cabo, el viento prácticamente no se acaba nunca», dice Michel Figueras. «Y además, es gratis».
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